Hace 179 años, dos países se disputaron un planeta que nadie había visto
El hallazgo de Neptuno en 1846 fue un triunfo de la matemática, pero también el inicio de una pulseada entre Francia y Gran Bretaña. La polémica expuso cómo la ciencia puede volverse un terreno de orgullo nacional y rivalidades.

El 23 de septiembre de 1846, Johann Galle apuntó su telescopio en Berlín y, como quien mira por la mirilla de la historia, confirmó lo que hasta entonces era apenas una sospecha en hojas de cálculo: allí estaba Neptuno, el octavo planeta del Sistema Solar. Su brillo débil apenas se distinguía de una estrella más, pero bastó para que se escribiera una de las páginas más curiosas de la astronomía, teñida no solo de ciencia, sino también de política y vanidad.
La clave estuvo en los números. A comienzos del siglo XIX, los astrónomos sabían que Urano, descubierto en 1781, no se comportaba del todo bien en su órbita. Algo lo tironeaba, y ese “algo” debía ser otro planeta aún más lejano. Fue entonces cuando dos matemáticos, separados por fronteras y por idiomas, decidieron resolver el misterio con lápiz y papel. El francés Urbain Le Verrier y el británico John Couch Adams calcularon, casi al mismo tiempo, dónde debía estar escondido ese mundo invisible.
El problema fue que ninguno de los dos miró directamente. Adams confió demasiado en que su observatorio lo respaldaría, pero sus colegas británicos demoraron las observaciones. Le Verrier, en cambio, insistió con la tenacidad de quien no quiere perder la carrera: envió sus predicciones a Berlín y, en apenas una noche, Galle encontró al planeta en la posición señalada.
Hasta ahí, parecía una historia de cooperación internacional, pero no: comenzó el escándalo.
Francia vs Gran Bretaña
Francia levantó la bandera y proclamó que el descubrimiento era mérito de Le Verrier. Gran Bretaña respondió con orgullo herido, recordando que Adams también había hecho sus cálculos y reclamando un lugar en los laureles. La disputa se transformó en una especie de partido diplomático, con titulares en los diarios y académicos discutiendo como si se tratara de un clásico futbolero.
Mientras tanto, Neptuno seguía imperturbable en su órbita, ajeno a la polémica terrestre. Los astrónomos alemanes, que simplemente habían mirado en la dirección correcta, quedaron relegados al rol de árbitros. Nadie parecía querer reconocer que, al fin y al cabo, la hazaña había sido compartida: una predicción teórica refinada por Le Verrier y Adams, confirmada por la observación paciente de Galle.
Con el tiempo, la pelea perdió intensidad. La Unión Astronómica Internacional reconoce hoy el descubrimiento de Neptuno como un logro compartido, aunque la historia todavía se cuenta con matices según quién la relate. En Francia se subraya el genio matemático de Le Verrier; en Gran Bretaña, la precocidad de Adams; en Alemania, la precisión de Galle. Es un ejemplo perfecto de cómo la ciencia, que suele presentarse como neutral y universal, también puede convertirse en terreno fértil para el orgullo nacional y las disputas de prestigio.
Más allá de las peleas, el episodio dejó algo fundamental: la confirmación de que las matemáticas podían anticipar mundos todavía ocultos. El descubrimiento de Neptuno marcó un antes y un después en la astronomía, mostrando que no siempre es necesario ver para creer… o al menos para calcular.
Y así, lo que empezó como un misterio en la órbita de Urano terminó en una guerra fría entre astrónomos, gobiernos y egos. Todo por un planeta que nadie había visto, pero que todos querían tener en su vitrina de trofeos.